¿A dónde se fueron los muertos?

Por Gary Gutiérrez para La Pera del Sur

¿Será que los muertos ya no tienen importancia para los pueblos que no respetan o conocen su historia?

No, este escrito no se trata de aquellos difuntos que por gracias divina votaron en las elecciones. Se trata del Puerto Rico posmoderno, o de modernidad tardía, donde los muertos parecen morir socialmente.

El pasado 2 de noviembre, Día de los Muertos, acompañé a mi madre a su ritual anual de ir al cementerio para “conversar en silencio” con sus tías y mi abuela ya fallecidas, cotejar las condiciones de las tumbas familiares y de una vez saludar a los que encuentra a su paso.

La costumbre la aprendió hace muchas décadas de su abuela Doña Elisa, quien vistiendo sus mejores galas y cargada de flores, obligaba a todo el clan familiar a levantarse temprano y enfilar caminando al Cementerio Civil.

En aquellos tiempos, el Día de los Muertos era uno cuasi festivo, que tanto el gobierno y los patronos privados respetaban, dando unas horas para que los obreros cumplieran con el ritual de visitar a los que se adelantaron en el viaje.

De igual manera, aprendí yo la costumbre.

Travesía al recuerdo

Al llegar al cementerio, mi mente se remontó a la década de 1960 cuando, a pesar de la falsa “prosperidad” traída por la industrialización, todavía se valoraban las tradiciones.

Íbamos todos en un carro empaquetados entre tías y primos camino al Cementerio Civil. “Porque es el Día de los Muertos y hay que ir a visitarles”.

Confieso que la ocasión generaba sentimientos encontrados. Por un lado el calor, la incomodidad del viaje, mis tías hablando de gente que yo no alcancé conocer y los “halagos” por parte de todos aquellos señores y señoras que, sin uno saber quiénes eran, le pegaban un beso a uno y le preguntaban “¿Cuántas novias tienes en la escuela?”.

El otro lado de la moneda era que ese día, aquel cementerio que para mí siempre fue un lugar como mágico, se tornaba en espacio de verdadera fiesta.

Ya desde temprano, la policía cerraba el tránsito vehicular en la calle Cementerio Civil a la altura de la calle Villa, o Simón Bolívar como realmente se llamaba.

Así que nos teníamos que estacionar en el sector Clausell o Morel Campos para, luego de pagarle al que por uso y costumbre privatizaba la calle, caminar hasta el cementerio.

Aquellos 100 o 200 metros eran una constante negociación para poder abrirse paso entre vendedores de flores, imágenes de santos, dulceros, fritureras y sobre todo piragüeros.

¡Qué clase de piraguas! La verdad que no las había mejores en ningún sitio. Claro, ahora en la distancia pienso que era porque en aquel calor infernal, perdonando el término en el contexto que narro, aquella piragua se sentía como pura redención celestial.

Como dije antes, para mí El Cementerio Civil siempre fue mágico.

Su portón principal, que desde la esquina de la calle Victoria literalmente evocaba la puerta al cielo, dejaba claro que uno entraba a un lugar importante, de respeto. Sobre todo, en días como el de “los muertos”, cuando el tradicional camposanto presentaba sus mejores galas, todo barrido, arreglado y acicalado.

Todavía recuerdo con emoción cuando pasaba el portón y me encontraba el Mausoleo de los Masones.

Esa hermosa muestra de arquitectura mortuoria que guarda los restos de aquellos “hermanos” de mi abuelo Pedro, que dedicaron su vida a buscar el entendimiento de las libertades del ser humano pensante.

Y si misterioso era aquel vetusto mausoleo, para mí no había viaje al cementerio sin visitar el Mausoleo de los Bomberos.

Ahora, desde la distancia de los años, pienso que por alguna razón que todavía no entiendo, el solo pararme frente a aquel obelisco me hacía sentir importante y orgulloso. Debe ser cosa del ponceño, quién sabrá.

De igual forma recuerdo el espíritu aventurero que se desataba cuando bajábamos a lo que llamaban el sector La Hoya, en búsqueda de la tumba de alguien que se murió hacía un montón de años, pero que la ya también fallecida Doña Elisa no olvidaba, así que había que ir a visitarla en su nombre.

Ahora bien, la imagen que más impactaba de aquellas visitas era la de los hombres solitarios que, cargando con un puñado de claveles rojos recién comprados en la calle, llegaban callados y con la mirada en el suelo hasta la tumba de quien le dio la vida.

Todos esos recuerdos inundaban mi mente al pararme ante el panorama que hace unos días se abrió ante mis ojos.

No lo podía creer, era el Día de los Muertos y de los estacionamientos que tiene el camposanto municipal solo había seis ocupados y ni siquiera había un silvestre empresario que los privatizara por el día.

A pocos pasos del viejo frontón, solo una joven ofrecía flores plásticas a la decena de visitantes que, respetando la tradición, llegaban al cementerio.

A diferencia de otras épocas cuando decenas de personas ofrecían sus servicios de mantenimiento de tumbas, menos de media docena de subproletarios esperaban con cierta frustración y herramienta en mano por la oportunidad de servir a algún doliente que quisiera remozar la tumba de sus antepasados.

Por eso la pregunta. ¿Para dónde se fueron los muertos? Al parecer la modernidad tardía ya no incluye a los que “han partido”.

Al parecer, ya ni están en nuestro calendario.

Es más, ni siquiera los tenemos en la mayoría de nuestras casas. En muy pocas queda aquel altar familiar que en el hogar de nuestras abuelas evocaba la herencia familiar y que le rendía culto silencioso a los que ya no están con nosotros.

De paso, tampoco están en la mayoría de los negocios.

Hasta hace unas décadas, toda fonda que se respetara engalanaba sus paredes con retratos de la familia que había fundado el negocio y además desplegaban fotos y recortes de periódicos que recordaban a los “inmortales” del barrio o la ciudad, fueran estos artistas, políticos o deportistas.

¿Será que los muertos ya no tienen importancia para los pueblos que, como el nuestro, no respetan o conocen su historia?

En fin, estudiar y tratar de explicar las causas y la forma de cómo entender este fenómeno le toca a los etnógrafos, antropólogos o sociólogos. Son ellas y ellos los que se suponen estudien si este proceso es bueno o malo, o si el mismo se puede o debe controlar.

Este escrito no intenta hacer ese juicio.

Es más, mientras escribo, pienso que la verdadera intención de estas líneas es compartir un poco de la nostalgia y lástima que experimenté este 2 de noviembre, Día de los Muertos, cuando caminaba por un cementerio repleto de memorias, pero carente de gente que las honre y evoque.

(El autor es criminólogo, profesor universitario y columnista de La Perla del Sur. Para comentarios puede escribir a garygutierrezpr@aol.com)