Tras el anuncio de CDC estadounidense que apunta a que las personas vacunadas pueden ir liberalizando su cotidianidad, decidimos romper con sobre 13 meses de encierro y nos aventuramos a salir a comer fuera.
Así, y armados con mascarillas, gelatina sanitaria, atomizador de alcohol y paquete nuevo de toallas húmedas, salimos en pos de la tierra prometida donde la miel y la leche fluyen como rios.
De esa forma, con la maleta para la higiene pero con la fe puesta en la nobleza de nuestra empresa, llegamos a las puertas de la tierra que por más de un años no fue negada por la falta de prudencia como pueblo: El Paraiso: Fonda Criolla y Bar.
Tan pronto entramos, como dos amantes que se reencuentran, todo cayó en su sitio.
Después de todo; “…un viejo amor, ni se olvida ni se deja.” En este caso, el amor lujurioso por las sopas de la casa. La de pollo no pudiera ser más hogareña. De seguro la receta es original de la mamá de Luis, chef y dueño del local.
Pasado el cortejo inicial, y despertadas por la sopa las pasiones y la lujuria, no hubo otra que no fuera entrar en un cuerpo a cuerpo con esa legendaria chuleta Kan Kan que conocemos como el “chuletón crocante”.
Frita a la perfección, su cuero tostado y su jugosa carne encarnan una irresistible tentación que nos embruja y arrastra al sórdido reino del colesterol y los triglicéridos.
Hora y media más tarde, mientras luchaba para no quedarme dormido en el sofá, ya no pensaba en virus, mascarillas o CDC. Después de todo el estricto protocolo de El Paraiso da cátedra de compromiso social.
En mi mente solo había espacio para disfrutar de la sabrosa culpabilidad de haberme dejado llevar por el hedonismo y disfrute los placeres gastronómicos.
Gracias Ana, Luís y Verónica porque, como míticos querubines, día a día se aseguran que El Paraiso exista como refugio y espacio seguro en tiempos de pandemia.